Días patéticos, pues, estos en que un país y en más de uno, se llega a hablar casi con naturalidad y sin temor del aborto. Como si el aborto fuera la cosa más corriente del mundo y cuya práctica no sólo no empavorece a la mayoría, sino que se trata de ella como algo que depende más o menos de una votación presuntamente democrática. Esta u otra Ley del Aborto o como se la quiera denominar, nunca debe ser algo plebiscitario, y hoy no se puede aducir que responde a una exigencia social, a algo «que el pueblo pide». Y aunque tras una votación el pueblo masivamente pidiera el aborto libre, a cualquier instante de la gestación, tal petición y la subsiguiente ley no dejarían de ser medio para el asesinato legalizado.
En el Digesto se lee todo un principio jurídico al cual se le atribuye fuerza tan indiscutible como infalible en su bondad: «Dura lex sed lex». Es decir: «Dura es la ley, pero es la ley». Por lo menos, sorprendente. ¿Quién hace la ley? El hombre. ¿Pero el hombre puede permitirse leyes contra sí mismo -individuo o colectividad- y que sean inderogables? Moralmente, no se las puede permitir. Y fácticamente en modo alguno es imposible acabar con una ley, sea la que sea. El posible pero no verídico argumento de que hay que elevar a categoría de ley esta del Aborto, no se sostiene. Primero, insisto, por lo derogable de toda ley adversa al bien común. Luego, porque en España no hay clamor popular alguno que pida ley semejante, sino más bien todo lo contrario.