El aumento de los embarazos no deseados en las jóvenes españolas durante los últimos años demuestra que no todo depende de facilitar el aborto y la contracepción, ni de centrar la educación sexual sólo en métodos y técnicas de «sexo seguro». Nadie en su sano juicio puede afirmar que la juventud española no esté al tanto, a estas alturas, de los riesgos de embarazo y de transmisión de enfermedades sexuales. Lo que está fallando en la educación de los jóvenes es la inculcación de un elemental sentido de la responsabilidad individual, que haga ver que ciertos comportamientos tienen consecuencias muy importantes y que la sexualidad no es simplemente un rato de ocio en fin de semana, sino una proyección de la personalidad y la madurez. Pero cualquier mensaje que reclame de los jóvenes pensárselo dos veces es tabú y queda condenado de antemano. Ahí están las consecuencias de no incorporar a la educación sexual un código de valores que redundaría en beneficio de los propios jóvenes, porque el aborto no hace borrón y cuenta nueva, sino que añade problemas a los problemas.
Por eso es una irresponsabilidad que el Gobierno enfoque la reforma del aborto como una supresión de restricciones. No hay restricción de clase alguna, ni las mujeres son perseguidas penalmente, ni faltan garantías legales. Según el Ministerio de Sanidad, en 2007, se produjeron en España más de 112.000 abortos, cifra que sería imposible si las mujeres no pudieran abortar libremente, gracias al coladero de la indicación sobre los riesgos psíquicos para la salud de la madre. Descartado que la reforma vaya a corregir excesos o evitar abortos, esta nueva ley del Gobierno socialista sólo busca, por un lado, el enfrentamiento social mediante la imposición de un modelo ideológico que divide a los españoles -justificando movilizaciones como la convocada en Madrid el 17 de octubre-, y por otro, la impunidad que tanto desea el lobby de clínicas abortistas. Indeseable liderazgo de España en Europa.